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Cuando volvíamos de nuestro último viaje juntos, a Miami, en febrero del 2003, una tormenta de nieve en Nueva York nos obligó a hacer una parada forzosa de dos días en Atlanta. Decidimos aprovechar ese coletazo de vacaciones, y la primera cosa que Julio propuso fue ir a visitar la sede central de la CNN. No creo que le interesara particularmente, ya que Julio había visto muchas redacciones de televisión e incluso había trabajado en alguna de ellas. Pero quería hacerme entender algo mostrándome a esas decenas de periodistas que se movían frenéticamente de un sitio al otro y que nosotros, turistas modélicos, observábamos como si se tratara de peces en una pecera. Al final me preguntó si había entendido por qué necesitaba comunicarse constantemente, minuto a minuto, con Lucía, Pilar, Lidia, Juan, Mercedes, Isabel, Ana, Albert, Barbara y todos los demás. Aunque trabajaran para periódicos o empresas diferentes, eran la extensión de su redacción, en el salón de un pequeño apartamento del Village. Más que de la exclusiva (yo estaba convencido que las exclusivas era el objetivo principal de los periodistas y sobre todo, de los corresponsales),lo que a Julio le preocupaba era comunicar, medirse con las personas a las que estimaba. Incluso a los viajes por Estados Unidos (y creo que en los seis años que estuvo aquí visitó casi todos los ángulos de este país infinito que le fascinaba y le irritaba al mismo tiempo), Julio casi nunca iba sólo. La excusa oficial era que no tenía carné de conducir y que le hacía falta un colega que llevar el volante, mientras que él era un copiloto impecable con un sentido de la orientación innato. En realidad, muy a menudo, se unía a Idoya, también ella sin carné, pero juntos llegaban, usando el transporte público o el autostop, adónde tuvieran que llegar. Lo importante era llevarse a todas partes un pedazo de su redacción “extendida”.
Bromeando le solía decir a Julio que yo era su colaborador gratuito, porque siempre comentaba o discutía conmigo los artículos que estaba escribiendo o me preguntaba mi opinión sobre una idea que se le había ocurrido para un ‘testigo directo’, el reportaje de última página de El Mundo con el que más disfrutaba escribiendo. Pero aunque no escatimaba en detalles a la hora de investigar y prepararse para escribir un artículo, cuando ya se lo había enviado al periódico lo dejaba atrás y creo que nunca conseguí que me leyera algo que ya hubiera enviado. “Es una tontería”, contestaba a mis peticiones de leerme sus informaciones. Así que me las tenía que leer “online” o esperar a que regresara de uno de sus encuentros regulares con Carlos Fresneda. Siempre volvía con una montaña de ejemplares de El Mundo, con sus artículos oliendo aún a imprenta, recién llegados de España, pero enseguida los guardaba y prefería contarme los progresos de los hijos de Carlos e Isabel, Miguel y Alberto, que lo esperaban para jugar como si fuera un coetáneo. Una vez escrito, el artículo dejaba de interesarle, y Julio ya estaba concentrado en su siguiente historia. Era consciente de su capacidad como periodista, y se llevaba una decepción cuando sentía que sus jefes no reconocían sus méritos, pero era verdaderamente periodista porque no regresaba al pasado, ni siquiera al del día anterior, a menos que no fuera relevante para la historia del día, de mañana.
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Julio vestito da Cowboy, Grove St. NYC, Halloween, circa 2000 |
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